Este fin de semana que se marcha acudí obligado a ver Piratas del Caribe: en el fin del mundo. No quiero extenderme a propósito de este estomagante filme, pero he creído que algunas de sus partes merecen un poco de nuestro tiempo. Uno de los mejores momentos de la película es cuando los piratas liderados por La Perla Negra (capitaneada por tres señores de los nueve piratas, la lagartija Knightley, el Depp y el gran Geoffrey Rush, además del Lego-blás moreno) se encuentran ante más de cien navíos de la armada de la compañía de las indias orientales. La situación es crítica y Zimmer se esfuerza para que la música acompañe, es verdad. Entonces todos parecen acongojados por semejante superioridad numérica. Habían decidido atacar, con valentía, contra aquellos que querían poner fin a la piratería. Entre las voces disidentes se alza la que quería ser como Beckham (no le queda aún ni nada), y sobre la barandilla del barco comienza a soltar una de las peores arengas bélicas jamás escrita para la gran pantalla. Peor aún que la triste perorata que soltó el Rey Theoden ante los Eorlingas, y mucho peor que aquellas palabras de Aragorn ante los pueblos libres, ambas de El Retorno del Rey (maldita Philippa Boyens, maldita seas por siempre). Mucho más triste que lo que suelta Balian de Ibelín ante las puertas de Jerusalén para detener a Saladino, hecho que provocó la tercera cruzada en 1187 (repite Orlando Bloom). No tiene nada que ver tampoco con la triste charla de los samuráis dirigidos por el último de ellos (gracias a Dios), Tom Cruise. Aún peor que la intervención de Morpheo ante los habitantes de Sión asustados ante la llegada de las máquinas al núcleo, en Matrix Reloaded. Sí, estamos ante la peor de todas ellas. Con aire William Wallace, los piratas recurren a la libertad, a su libertad para afrontar la lucha, pues si huyen hoy, mañana no serán libres para poder coartar la libertad de los demás. Tan lastimoso argumento hizo que se me saltaran las lágrimas y corrieran por mis mejillas. ¡Apenas podía creer lo que oía! Las palabras se sucedían mientras la bilis se agolpaba en mi garganta. Los guionistas debieron haber escrito la película en un despertar de su profunda subnormalidad. Tan impresionados quedaron todos que posiblemente no quisieron ser tachados de intolerantes, y Verbinski debió aceptar tan lamentable guión de semejantes discapacitados. Qué pena.
Y como no me apetece abandonaros con semejante recuerdo os dejo transcrita una de las mejores (tal vez la mejor) arengas pronunciadas en el cine, aquella que ha aparecido en varias películas (como Un Poeta Entre Reclutas de Danny DeVito) y que no os dejará indiferentes.
El 25 de octubre de 1415, tras meses de fatigoso viaje las fuerzas inglesas, lideradas por el príncipe de Gales, se encuentran con los ejércitos de los señores de Francia en Agincourt. Los franceses, descansados y montados, superan cinco a uno a las fuerzas inglesas, mermados por la fatiga, la enfermedad y la sombra de la derrota. De nuevo un tópico rescatado una y otra vez en la gran pantalla. Numerosas fuerzas contra unos pocos, aroma de la más pura épica, caldo de héroes y mártires. Pero esto fue real, las fuerzas de Enrique V de Gales, mejor organizadas y peor pertrechadas, lucharon con coraje y vencieron al ejército de Francia que se desmoronó en su carga, desorganizada por los fuertes arqueros de la tierra de Cymru. Su victoria les abrió las puertas de Francia, de la que conquistó grandes trozos de tierra. Esto es nada más y nada menos lo que sucede en la película Henry V, basada en la obra homónima de William Shakespeare, dirigida y protagonizada por Kenneth Branagh (donde aparece un joven galés, Christian Bale), y perdonadme aquellos que prefiráis la versión de Lawrence Oliver (también es cierto, más galardonada). Y esto es lo que el Rey dedica a sus tropas momentos antes de la batalla:
[...] si estamos señalados para morir, somos suficientes para pérdida de nuestro país. Y si vivimos, cuantos menos sean los hombres, más grande será el honor. Por Dios os ruego que no deseéis ni un hombre más, no. Más bien proclamadlo, Westmoreland, a través de mi ejército: aquel que no tenga estómago para esta batalla, dejadlo marchar. Se le hará pasaporte y se le pondrá en la bolsa una corona para el viaje. Nos no moriremos en compañía de aquel hombre que tema que su hermandad muera con nosotros. ¡Este es el día de la fiesta de San Crispín! Quien sobreviva a este día y vuelva sano a casa, se pondrá en las puntas de los pies a la mención de la fecha y se crecerá al nombre de Crispín. Quien vea este día y llegue a viejo, cada año, de víspera, festejará a sus vecinos y dirá: “¡mañana es San Crispín!” Entonces, levantará la manga y mostrará sus cicatrices y dirá: “estas heridas las recibí el día de San Crispín”. Los ancianos olvidan, todo será olvidado, pero él recordará con ventajas qué proezas realizó aquel día, y nuestros nombres serán tan familiares en sus bocas como los de sus parientes. Harry, el Rey. Bedford y Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester, serán, en sus rebosantes copas fielmente recordados. Esta historia contará el buen hombre a su hijo, y Crispín Crispiniano nunca pasará, desde este día hasta que el mundo acabe, sino que, nos, en él seremos recordados. Nos, pocos, nos, felices pocos, nos banda de hermanos; porque aquel que hoy vierta su sangre conmigo será mi hermano, porque por muy vil que sea, este día ennoblece su condición, y los caballeros ahora en sus lechos de Inglaterra se considerarán malditos por no estar aquí, y tendrán su hombría en baja estima cuando oigan a hablar a aquel que luchara con nos ¡el día de San Crispín!
Y mientras, la orquesta sinfónica de la ciudad de Birmingham, al cargo de Sir Simon Rattle (ahora con la película de esto es ritmo!), interpreta la partitura compuesta por el irlandés Patrick Doyle.
Heibiad.
Y como no me apetece abandonaros con semejante recuerdo os dejo transcrita una de las mejores (tal vez la mejor) arengas pronunciadas en el cine, aquella que ha aparecido en varias películas (como Un Poeta Entre Reclutas de Danny DeVito) y que no os dejará indiferentes.
El 25 de octubre de 1415, tras meses de fatigoso viaje las fuerzas inglesas, lideradas por el príncipe de Gales, se encuentran con los ejércitos de los señores de Francia en Agincourt. Los franceses, descansados y montados, superan cinco a uno a las fuerzas inglesas, mermados por la fatiga, la enfermedad y la sombra de la derrota. De nuevo un tópico rescatado una y otra vez en la gran pantalla. Numerosas fuerzas contra unos pocos, aroma de la más pura épica, caldo de héroes y mártires. Pero esto fue real, las fuerzas de Enrique V de Gales, mejor organizadas y peor pertrechadas, lucharon con coraje y vencieron al ejército de Francia que se desmoronó en su carga, desorganizada por los fuertes arqueros de la tierra de Cymru. Su victoria les abrió las puertas de Francia, de la que conquistó grandes trozos de tierra. Esto es nada más y nada menos lo que sucede en la película Henry V, basada en la obra homónima de William Shakespeare, dirigida y protagonizada por Kenneth Branagh (donde aparece un joven galés, Christian Bale), y perdonadme aquellos que prefiráis la versión de Lawrence Oliver (también es cierto, más galardonada). Y esto es lo que el Rey dedica a sus tropas momentos antes de la batalla:
[...] si estamos señalados para morir, somos suficientes para pérdida de nuestro país. Y si vivimos, cuantos menos sean los hombres, más grande será el honor. Por Dios os ruego que no deseéis ni un hombre más, no. Más bien proclamadlo, Westmoreland, a través de mi ejército: aquel que no tenga estómago para esta batalla, dejadlo marchar. Se le hará pasaporte y se le pondrá en la bolsa una corona para el viaje. Nos no moriremos en compañía de aquel hombre que tema que su hermandad muera con nosotros. ¡Este es el día de la fiesta de San Crispín! Quien sobreviva a este día y vuelva sano a casa, se pondrá en las puntas de los pies a la mención de la fecha y se crecerá al nombre de Crispín. Quien vea este día y llegue a viejo, cada año, de víspera, festejará a sus vecinos y dirá: “¡mañana es San Crispín!” Entonces, levantará la manga y mostrará sus cicatrices y dirá: “estas heridas las recibí el día de San Crispín”. Los ancianos olvidan, todo será olvidado, pero él recordará con ventajas qué proezas realizó aquel día, y nuestros nombres serán tan familiares en sus bocas como los de sus parientes. Harry, el Rey. Bedford y Exeter, Warwick y Talbot, Salisbury y Gloucester, serán, en sus rebosantes copas fielmente recordados. Esta historia contará el buen hombre a su hijo, y Crispín Crispiniano nunca pasará, desde este día hasta que el mundo acabe, sino que, nos, en él seremos recordados. Nos, pocos, nos, felices pocos, nos banda de hermanos; porque aquel que hoy vierta su sangre conmigo será mi hermano, porque por muy vil que sea, este día ennoblece su condición, y los caballeros ahora en sus lechos de Inglaterra se considerarán malditos por no estar aquí, y tendrán su hombría en baja estima cuando oigan a hablar a aquel que luchara con nos ¡el día de San Crispín!
Y mientras, la orquesta sinfónica de la ciudad de Birmingham, al cargo de Sir Simon Rattle (ahora con la película de esto es ritmo!), interpreta la partitura compuesta por el irlandés Patrick Doyle.
Heibiad.