Sus restos habían sido encontrados en el fin del mundo conocido, algo que no desaprovecharía, el por aquel entonces monarca de Asturias, Alfonso II, que mandó construir a su alrededor una iglesia. Iglesia que sería una basílica, con la llegada de Alfonso III, y el germen de una ciudad que sería destruida durante la campaña de Almanzor (a finales del s. X). Con su reconstrucción fue dotada de murallas, y fue Urbano II, aquel papa que convocó la primera cruzada por 1095, en Notre Dame du Port, Clermont (ver el post de la I Cruzada, más abajo), el que concedió el traslado de la sede episcopal de Iria Flavia a Santiago. El renacimiento de la ciudad trajo consigo la reconstrucción de la basílica destruida, sobre cuyos cimientos se erigió la magnífica catedral de Santiago de estilo románico, y se talló el Pórtico de la Gloria. Realizado por el maestro Mateo, tardó en esculpirlo veinte años, inspirado en los personajes litúrgicos del Ordo Prophetarum (procesión de los poetas). Utilizado para reforzar la devoción de los fieles, narra los augurios de la llegada del Mesías, pronunciados por profetas bíblicos o paganos. El Pórtico de la Gloria, representa a personajes tales como Virgilio, la Sibila, o el santo Balaam, príncipe de la india. De este profeta se dice que su padre, un hombre cuya vida había estado plagada de mucho sufrimiento, mandó construir un palacio en una isla, para que su hijo no tuviera que conocer el significado del dolor. Una noche el muchacho se despertó y descubrió en los rostros de sus sirvientes la máscara del sufrimiento, producto de terribles pesadillas. Asustado por semejante visión que nunca antes había contemplado, trepó los altos muros y escapó de la isla a nado. Y allí, una vez alcanzada la tierra firme, se topó con el dolor. Descubrió el rostro velado y la muerte, verdaderas y únicas hebras de las que está hecha la vida.
Santiago había nacido, y con su llegada atrajo a millones de peregrinos durante la edad media, hecho que fue secundado por las órdenes monásticas cluniacenses y agustinianos, así como por los monarcas que garantizaban protección a todos los viajeros cuyo destino fuera Santiago, que atravesaran sus tierras. La ciudad comenzó a prosperar económicamente, y obtuvo el permiso de acuñar moneda. Santiago estaba a la altura de Roma o Jerusalén (más tarde se unirían a ellas Canterbury, mirar el post de Thomas Becket), y con la caída de ésta en manos de los cristianos (como consecuencia de la I cruzada), en 1099, el nacimiento de las órdenes militares se extendió a todos los lugares de peregrinación, de forma que los templarios acudieron a la península y jalonaron los caminos de hospitales y monasterios, para ofrecer protección a los peregrinos. La peregrinación quedó ordenada y codificada en el Liber Sancti Iacobi, donde se describía el camino y se alertaba a los peregrinos sobre sus peligros.
Sobre la peregrinación a Santiago había leído algunas cosas que comenté a mis compañeros de viaje. Recordaba con especial viveza una leyenda que había leído en un libro de Cardini, que decía que aquellos que no habían realizado su peregrinación en vida, lo debían hacer después de ésta, y que en ocasiones se producía un encuentro entre los vivos y los muertos, sobre los múltiples puentes que llegaban a la ciudad del Apóstol; aunque si esto sucedía podían llevarse con ellos la ansiada vida perdida. Como respuesta obtuve “San Andrés de Teixido, vas de muerto si no fuiste vivo”. Y es que al parecer, según me contaron, cuando Jesús caminaba por la tierra junto con Pedro, se les apareció Andrés, lamentándose de su escasa popularidad, y de lo mucho que echaba de menos tener numerosos fieles que acudieran a él. Jesús le tranquilizó, y le aseguró que todo aquel que no fuera estando vivo, pagaría su descuido acudiendo tres veces al pueblo de San Andrés, una vez hubiera caído. También me anunciaron que es costumbre en ese lugar orientar a culebras y alimañas allí donde se encuentra San Andrés, pues tal vez su fortuna hubiera querido desorientarlos mientras realizan su penitencia después de muertos.
Y a pesar de todo lo que me tenía reservado este viaje, encontré en Santiago el aroma del cambio, y con él vinieron nuevos amaneceres. Adieu, verano.